Cuenta la leyenda que había un bosque antiguo, lleno de árboles robustos y majestuosos, pero también de ramas quebradas y hojas caídas. Allí, un pequeño brote de vida llamado Alma sentía cómo, poco a poco, las raíces que la sostenían comenzaban a quebrarse. Una tormenta inesperada había arrancado de su lado a uno de sus árboles más queridos, dejando un vacío inmenso en su sombra y en su suelo.
Al principio, el dolor era como el viento cortante que rozaba sus hojas, como el trueno que resonaba en su tronco. Sentía cada golpe, cada ráfaga, como si su frágil corteza se desintegrara. Los otros árboles intentaban protegerla, pero el viento, ese dolor emocional, seguía colándose entre las grietas. Cada hoja que caía era un recuerdo, cada rama rota, una parte de sí que ya no volvería a ser la misma.
Pero el bosque, con su sabiduría antigua, sabía algo que Alma aún no podía ver. Sabía que, aunque el dolor físico era agudo, como las espinas de los rosales que bordeaban el sendero, también era parte del ciclo de la vida. Así que, mientras las raíces de Alma se aferraban a la tierra en busca de estabilidad, la naturaleza comenzó su trabajo silencioso.
El sol, a veces oculto tras nubes oscuras, eventualmente se asomó. El calor que irradiaba no era el mismo de antes, pero era suficiente para hacer que una pequeña flor brotara cerca de Alma. Era un recordatorio de que, aunque algunas hojas caen para no volver, otras nuevas siempre encuentran la manera de nacer.
Con el tiempo, Alma empezó a notar pequeños cambios. Las grietas en su corteza, que antes eran heridas, empezaban a llenarse de musgo suave. El musgo, con su textura esponjosa, no borraba el dolor, pero lo suavizaba, lo hacía menos afilado. Y donde las ramas se habían roto, ahora crecían retoños pequeños, frágiles, pero llenos de vida.
El dolor nunca desapareció del todo; era como el eco de un trueno lejano que aún podía oírse en la distancia. Pero Alma aprendió a vivir con él, como un árbol que sigue creciendo a pesar de las tormentas que deja atrás. Cada rama nueva, cada hoja que renacía, le recordaba que el duelo, como las estaciones, tiene su ciclo. Y aunque el invierno había sido largo y frío, la primavera siempre volvía, trayendo consigo la promesa de vida y de renacimiento.
Alma entendió entonces que el dolor, tanto físico como emocional, es como la tierra húmeda después de la lluvia: densa y pesada, pero necesaria para que las raíces se profundicen y las flores, eventualmente, florezcan.
Este relato representa la travesía del duelo y el dolor emocional, algo que he vivido en lo más profundo de mi ser tras la pérdida de mi pareja. Como el brote de Alma, experimenté la sensación de que la tormenta había arrancado algo esencial en mi vida, dejándome rota y vulnerable. Sin embargo, el dolor, por más devastador que parezca, no es el fin, sino un proceso, como las estaciones de la naturaleza. A través de mi duelo, aprendí que, aunque el dolor no desaparece por completo, se transforma y se integra en nuestra vida como una parte de nuestra historia, de nuestro ser. Como Alma, descubrí que es posible renacer, con cicatrices que no borran lo vivido, pero que nos hacen más resilientes y sabias. El musgo que suaviza las heridas me recuerda que la ternura y el autocuidado son fundamentales en este proceso. La vida, aunque distinta después de la tormenta, sigue siendo rica en posibilidades de renacimiento.
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