Cuenta un viejo sabio que había una vez un río que serpenteaba a través de montañas y valles, alimentado por pequeños arroyos y lluvias esporádicas. Su corriente era suave, casi danzante, y en sus aguas reflejaba el cielo azul y los verdes vibrantes de los árboles que lo rodeaban. Pero no todo en su trayecto era calma.
Un día, las nubes oscuras comenzaron a reunirse en el horizonte. La tormenta que llegó fue feroz, llenando su cauce de ramas rotas, piedras gigantes y barro que enturbiaba sus aguas cristalinas. El río, que siempre había fluido libremente, de pronto se vio bloqueado por las rocas que se acumulaban en su paso. Su corriente, antes ágil, se volvió lenta y pesada, casi inmóvil.
El río sintió el peso de todo lo que lo oprimía, de todo aquello que impedía su curso natural. Era como si su esencia, su capacidad de avanzar, hubiera sido despojada. La presión crecía, y el agua, antes tranquila, comenzó a buscar una salida, aunque parecía que el camino se había cerrado por completo.
Pasaron los días, y el río comenzó a hacer lo único que sabía hacer: moverse. Aunque lento y con esfuerzo, comenzó a colarse entre las grietas de las rocas, buscando nuevos caminos donde parecía no haber ninguno. A veces avanzaba tan solo un centímetro, pero con el tiempo, las rocas que parecían insuperables empezaron a erosionarse, desmoronarse, hasta ser arrastradas por la corriente misma.
Lo que el río no había entendido en su lucha inicial es que, con cada gota que seguía avanzando, no solo estaba cambiando su entorno, sino que también se estaba transformando a sí mismo. Su cauce, aunque lleno de cicatrices, se ensanchaba, permitiéndole fluir más libremente. Los obstáculos, que una vez parecían invencibles, ahora formaban parte de su lecho, recordatorios de su fuerza y perseverancia.
Un día, el río llegó a una cascada. Desde lo alto, pudo ver todo el trayecto que había recorrido. Notó que, aunque la tormenta había intentado detenerlo, no lo había logrado. A pesar de las piedras, del barro, de las ramas rotas, el río nunca dejó de fluir. Y en ese flujo constante, encontró su resiliencia.
La resiliencia no era la ausencia de obstáculos, ni la vuelta a la tranquilidad de sus aguas claras. Era la capacidad de adaptarse, de encontrar nuevas formas de avanzar incluso cuando parecía que todo estaba en contra. Era el saber que, aunque el camino cambie, su esencia, su capacidad de moverse y crecer, seguía intacta.
Y así, el río siguió su curso, más fuerte, más profundo y, sobre todo, más sabio.
Este relato sobre la resiliencia es una metáfora clara de mi propio proceso de crecimiento personal tras la tragedia que viví. El río, que se enfrenta a obstáculos inesperados y lucha por seguir su curso, refleja la lucha interna que sentí después de perder a mi pareja. Hubo momentos en los que parecía imposible avanzar, donde el peso del dolor y el bloqueo emocional parecían insuperables. Sin embargo, aprendí que la resiliencia no es una cuestión de fuerza física o de resistencia, sino de adaptabilidad. Como el río, que encuentra grietas y pequeños caminos para seguir adelante, yo también descubrí que había maneras de seguir avanzando, incluso en medio del caos. Mi transformación no fue rápida, pero como el río, cada pequeño paso erosionó las barreras que me retenían, permitiéndome continuar. Este proceso de resiliencia me enseñó que, aunque la vida cambia y los obstáculos parecen gigantes, siempre hay una manera de seguir adelante y encontrar un nuevo curso que nos lleve hacia el crecimiento.
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